| Conferencia de monseñor Dr. Oscar Domingo Sarlinga, obispo de Zárate-Campana en el XXII Congreso Argentino de Psiquiatría
LA VIOLENCIA, CONTRARIA A LA CARIDAD
Señor Presidente de la Asociación de Psiquiatras Argentinos
Es para mí un motivo de sentido agrado y un honor el haber sido invitado a disertar en este reconocido foro del XXII Congreso Argentino de Psiquiatría, basado en el tema: «Violencia: Respuestas de la Psiquiatría y la Salud Mental», bajo el especial foco de las respuestas que puede dar la espiritualidad a la delicada cuestión de la violencia, que asuela nuestro mundo actual, y también nuestras sociedades urbanas.
I. «Psykhé», ira, odio y violencia Como lo sabemos, si bien las definiciones etimológicas no son definitorias de la esencia, es también verdad que el étimo de una palabra nos ayuda grandemente a comprenderla. Los invito entonces a considerar dicho étimo de la palabra «violencia». En el caso, el substantivo deriva del adjetivo «violento», proveniente a la vez del latín «violentus», derivado éste de «vis», que significa “fuerza” o “poder”, o incluso el sentido actual de “violencia”. De este étimo provienen, pues, nuestras palabras «violentar», «violencia» (llamada también en latín más tardío «violentia»). Mismo origen tiene «violar», del latín «violare». La palabra latina «vis», desaparecida de nuestro léxico, fue suplantada por la raíz de «fortia», propia del tardo-latín y derivada a su vez de fors/fortis. Ya en sus orígenes etimológicos la violencia posee un fuerte matiz significacional de una fuerza indebida, antivalórica. Son conceptos afines la hostilidad (de «hostes», enemigo), la venganza, el odio, la rabia, la furia, el orgullo. La violencia puede ser personal, autoinfligida, interpersonal (societaria o intersocietaria) y anti-ecológica, esto es, contra la naturaleza y la creación. Adentrándonos en un sentido más ético e incluso teológico, justo es que nos preguntemos por «el lugar donde reside» la violencia. Consideremos la «psykhé», el «anima» (o alma), como la llama Santo Tomás de Aquino. Es, por otra parte, el sentido bíblico del «corazón», la interioridad, la esencia de la persona, la humanidad en su misma mismidad. Me permitirán que me refiera otro poco a este gran profundizador y sistematizador de la teología que fue Santo Tomás. Él nos habla de las «passiones» (voz proveniente del verbo «pati», padecer, experimentar una afección, algo que afecta en un sentido). Las «passiones animae» son, entonces, afecciones, modos en los que se afecta al alma o anima –y por consiguiente al psiquismo humano-, esto es, sentimientos, emociones que afectan la psykhé en su dinamisno. En este contexto trata acerca de la ira –conocida, por lo demás, como uno de los «pecados capitales», que son verdaderos vicios fundantes. Y en ese mismo contexto relaciona a la ira con el odio, y se pregunta cuál de los dos es más grave (1), recordando que otro gran teólogo y obispo, San Agustín, en su «Regula» compara «el odio a una viga y la ira a una paja». En efecto, el que odia desea el mal del enemigo, en cuanto tal, mientras que el airado (lleno de ira) desea el mal de aquel contra quien se irrita, pero no en cuanto mal en sí, sino por estimar que aquél es «justo», en cuanto vindicativo. El odio tiene lugar por la aplicación de un mal al malo, mientras la ira por la aplicación de una «vindicatio» al malo. Querer el mal de alguien bajo la razón de justo puede ser incluso conforme a la virtud de la justicia, si se obedece el precepto de la razón, y el defecto de la ira está solamente en no obedecer al precepto de la razón al vengarse. Pero el odio quiere el mal del enemigo por sí mismo. Por lo tanto, es evidente que el odio es mucho peor y más grave que la ira. En el orden psicológico, no pretenderé enseñar a los profesionales de la psiquiatría, como lo son ustedes, lo que es una «personalidad hostil». Diré sólo que la rabia en sus diversas manifestaciones es un veneno. Sabemos también que la ira crónica, germen de violencia, contribuye al desarrollo de enfermedades, tales como trastornos digestivos, úlcera, hipertensión, enfermedad coronaria, susceptibilidad a las infecciones, erupciones, jaquecas. El personaje hostil tiende a echar de todo la culpa a los demás, los cuales actuarían siempre injustamente, menos él. Adolece de una serie de falacias, tales como la falacia de tener siempre razón, tener siempre derecho, siempre deber los otros cambiar de vida y él nunca (una permanente «conversio ad me» de los otros), y lo mismo la falacia de contar siempre con la justicia, frente a una presunta injusticia de los demás, que debe ser vengada, ajusticiada. Esto genera odio. Y el odio es la principal fuente de alimentación de la peor violencia, la esencialmente fratricida.
II. La «verdad-fuerza», vencedora de la violencia ¿Cómo vencer la violencia, esta plaga de nuestro tiempo?. En un contexto de valoración del diálogo interreligioso como lo es este foro, pienso que es muy importante que traiga a colación el pensamiento de Juan Pablo II con ocasión de la peregrinación que realizó a la India, en 1986, y su célebre discurso en el Raj Ghat, dedicado a la memoria del ilustre Mahatma Gandhi, celebrado como el «apóstol de la no-violencia» (2). En efecto, la figura del Mahatma Gandhi y el significado de la obra a la cual consagró su vida han penetrado en la conciencia de nuestra humanidad. En sus célebres palabras al respecto, el Pandit Nehru expresó convicciones que podemos perfectamente compartir: “La luz que brilló en este país no fue una luz como las otras” (3). Por ello, desde este lugar, ligado para siempre a la memoria de este hombre, el Papa Juan Pablo II quiso expresar al pueblo de la India y al mundo entero su profunda convicción que la paz y la justicia serán conseguidas sólo siguiendo la vía que era la esencia misma de la enseñanza del Mahatma, el primado del espíritu y la «Satyagraha», la “verdad-fuerza”, que vence sin violencia a través del dinamismo intrínseco de la acción justa(4). Porque la potencia de la verdad («vis veritatis») nos lleva a reconocer –como lo hiciera el Mahatma– la dignidad, la igualdad y la solidaridad fraterna de todos los seres humanos, y nos convoca a rechazar toda forma de injusticia y de discriminación. Nos hace ver una vez más la necesidad de la recíproca comprensión, de la aceptación y de la colaboración entre los grupos religiosos de la sociedad pluralista en nuestro mundo de hoy. Así entonces, la recíproca comprensión y la deposición de la violencia darán espacio a la solución para los tradicionales problemas de la miseria, del hambre, de la enfermedad, que no han sido todavía extirpados de nuestro mundo, sino que, más bien, son aspectos más virulentos que nunca. Mientras tanto han surgido nuevas formas de violencia, así como de tensión y de preocupación. La existencia de arsenales de armas de destrucción de masa son para todos un motivo de justificada inquietud, como la desigualdad del desarrollo, que favorece a algunos y precipita a otros, sin olvidar el creciente y asolador fenómeno del terrorismo, incluso con una base presuntamente religiosa. En estas condiciones, la paz es frágil y la injusticia abunda (5). La «fuerza de la verdad» ayudará intrínsecamente a la resolución de estos problemas y la consecución de la paz. En efecto, la convicción que la solución de la construcción de un mundo mejor se encuentra en el corazón del hombre es esencial: “La paz nace de un corazón nuevo” (6). El Mahatma nos manifestó su corazón cuando repetían a quienes lo escuchaban: “La ley del amor gobierna al mundo . . . La verdad triunfa sobre la mentira. El amor vence contra el odio. . .” (7) De tal modo, todos los hombres y mujeres, no importan cuáles sean sus diferencias, adherirán a la verdad, en el respeto de la peculiar dignidad de cada ser humano, y sólo así será posible realizar un nuevo orden en el mundo, una civilización fundada en el amor: “Venzan al odio con el amor, la mentira con la verdad, la violencia con el sufrimiento” (8).
III. La «no-violencia activa» en sentido cristiano: el espíritu de las bienaventuranzas La «no violencia» en sentido activo, es decir, no como pasividad sino como actitud de vida, proviene del espíritu de las Bienaventuranzas. En efecto, para nosotros, los cristianos, la vigencia de los Diez Mandamientos se trasunta en el espíritu y la realidad de las Bienaventuranzas del Señor Jesús, las cuales proclamaré ante este distinguido auditorio: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los afligidos, porque serán consolados. Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios. Bienaventurados los que obran la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, 3-10). Una especial atención deseo llamar sobre la bienaventuranza de la mansedumbre. La palabra «manso», en sí, no es tan expresiva en el sentido moderno. Proveniente de «manere» (permanecer, quedarse), «mansus» (el que se queda), diera la impresión de inacción o quedantez. Y sin embargo es todo lo contrario, es la humildad misma de corazón, esa humildad que lleva a actuar con corazón limpio. Para algunos Padres de la Iglesia, incluyendo a San Agustín, esta bienaventuranza es una especie de duplicado de la bienaventuranza de los pobres. Este pensamiento se debe al término hebreo usado, «anawim», que no se traduce al griego solamente por «ptoxoi», pobres, sino también por «prais», dulce, manso. Porque pobre, en el pensamiento rabínico, indica una condición social; manso, en cambio, significa una condición moral (9). De hecho, la única vez que Cristo se propone a sí mismo como modelo y ejemplo es como manso y humilde de corazón. Frente a la dureza farisaica, Jesucristo de define como dulzura, alivio, refugio y fortaleza de las almas. (Mt. 11, 29-30) Es, ante todo, humildad de corazón (10). Pero no confundamos, la mansedumbre cristiana no es solamente suavidad; es también fortaleza. Suavidad y fortaleza; armonía divina de contrarios - reflejo del comportamiento de Cristo, Como Cristo, el cristiano ha de tener mansedumbre tejido con fortaleza, ha de resistir al mal, haciéndole frente con resuelta firmeza. No hay nada común entre la mansedumbre y la debilidad de carácter, la cobardía o la inercia. Los mansos del Evangelio no tienen nada que ver con personas de carácter débil, los no definidos en la vida, los que carecen de personalidad o valor. Pensar o hablar así, sería una deformación calumniosa de la mansedumbre cristiana que es suavidad y fortaleza, heroísmo constante y escuela de valiente testimonio. Manso es aquel que muestra con suavidad su fortaleza interior. Luchar, sin agresividad, por un mundo más justo y más humano, implica valentía y coraje; el odio es una forma de cobardía y la violencia una forma de debilidad. La mansedumbre, pues, es la actitud opuesta a la violencia y a la cólera. Los dulces poseerán la tierra no por la fuerza de las armas sino a base de paciencia. Y serán ellos, los humildes de corazón, los mansos, y no los violentos, heredarán la tierra: El Consejo Mundial de Iglesias ha impulsado el Decenio de la no-violencia, cuyo objetivo general es: “Abordar holísticamente las grandes variedades de violencia, directa y estructural, en las familias, las comunidades y en los ámbitos internacionales y aprender de los análisis locales y regionales de violencia y maneras de superarla. Invitar a las iglesias a que superen el espíritu, la lógica y la práctica de la violencia; renunciar a toda justificación teológica de la violencia; y afirmar de nuevo la espiritualidad de la reconciliación y la no violencia activa. Crear una nueva manera de entender la seguridad en términos de cooperación y comunidad, en lugar de en términos de dominación y competencia. Aprender de la espiritualidad y los recursos para la construcción de la paz de otras religiones para trabajar con comunidades de otras religiones en la búsqueda de la paz e invitar a las iglesias a que reflexionen sobre el abuso de las identidades religiosas y étnicas en las sociedades pluralistas”. Esto se logra con el diálogo paciente y la cooperación práctica para el bien común, actitud que “en tiempos de conflicto puede impedir que la religión se utilice como arma”(11). Desde esta espiritualidad cristiana, la raíz liberadora del cambio se halla en la confianza en Dios, viviendo el esfuerzo cotidiano como educadores sin ansiedad, sin necesidad de ver los frutos del cambio, dando sentido al fracaso y al sufrimiento; percibir que Dios se está dando a sí mismo y que, al entrar en su iniciativa, Dios en persona es el don de los dones. El Reino es la comunión definitiva de Dios con el hombre y de los hombres entre sí. Todo depende del amor: la fuerza para la lucha y la fuerza para no ser violento; la fuerza para asumir el sufrimiento, así como el gozo de estar en comunión con él.
IV. La superación de la violencia y la consecución de la paz: la «civilización del amor y de la paz» Desde siempre los hombres anhelan la paz con esperanza, con nostalgia. Desde siempre, los hombres son contrarios a la violencia, a la guerra, y siguen creyendo que, al final, será la paz la que dirá la última palabra. Dios escucha este clamor de los hombres sedientos de paz, pues es el Dios de los hombres; es un Dios que responde a nuestras súplicas. "Paz" es uno de sus nombres (cf. 1 Co 14, 33). «Shalom», («lo completo», «la compleción» en la raíz hebrea), es la paz, que no significa simplemente silencio de las armas, o la simple ausencia de conflictos manifiestos. La paz es el ordenamiento que Dios quiere para todas las cosas, un mundo en el que los hombres vivan juntos sin violencia, en libertad y con felicidad. La paz es la paz en el cosmos, es la paz entre las naciones, es la paz dentro de un pueblo, es la paz en lo íntimo del corazón. La Biblia concluye con la visión de un mundo donde Dios enjugará de los ojos toda lágrima, donde ya no habrá muerte ni luto ni gritos ni fatigas (cf. Ap 21, 4). El Nuevo Testamento nos anuncia que esta esperanza de paz se realizó en Jesucristo, "pues él es nuestra paz" (Ef 2, 14), fundada en la cruz, que destruyó el odio, la enemistad, y por consiguiente en su germen destruye la violencia. En su cuerpo Jesucristo sufrió la violencia, pero no respondió con violencia, sino que incluso oró por sus perseguidores. Pidió a sus discípulos que fueran, como él, constructores de paz (cf. Mt 5, 9). Quisiera añadir un segundo punto, que atañe al diálogo. El diálogo es el método mismo del ecumenismo. No es un simple intercambio de pensamientos y argumentaciones; se trata de un intercambio de dones. No debemos fijarnos en lo que falta al otro, sino prestar atención a sus puntos de fuerza, a su riqueza. A través del diálogo, el Espíritu Santo quiere guiarnos a la verdad completa (cf. Jn 16, 13). Esto último nos lleva también a recordar la importancia de la espiritualidad de «comunión», única superadora de la violencia. La invitación del Apóstol de las Gentes, san Pablo, es clara: "Os exhorto (...) a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz" (Ef 4, 1-3) Y quien mejor mensajero de la paz, que los propios Pontífices. Pablo VI hablaba de ella como “(…) una palabra que nos oprime y nos exalta. No es nuestra; desciende del reino invisible, el reino de los cielos; notamos la trascendencia profética, no apagada por nuestros humildes labios, que le prestan la voz: «Paz en la tierra a los hombres que ama el Señor» (Lc. 2, 14). ¡Sí, repetimos, la Paz debe existir! ¡La Paz es posible!”, exclamaba en 1977 el Pontífice. Han pasado casi treinta años desde esa exhortación, y sus sucesores, Juan Pablo II y Benedicto XVI, prosiguieron y prosiguen defendiendo el valor de la paz, un No a la violencia, un Sí a la paz es posible, por este motivo tenemos que pensar en que este deseo es realmente factible porque hay muchos hombres y mujeres que día a día, a través de pequeñas acciones, ponen su granito de arena para contribuir a realizar este sueño. Es lo que humildemente les pido también a ustedes, hoy, como profesionales de la psiquiatría, que atienden a tantos y tantos hermanos y hermanas que acuden para su sanación: construyamos, cada uno con sus posibilidades y fuerzas, la civilización del amor y de la paz. Exclamemos con voz fuerte, como lo hiciera en su tiempo Pablo VI: “¡No a la violencia, sí a la Paz! ¡Sí a Dios!” (12) . La paz es posible porque el odio y la violencia es son vencibles, con la fuerza del Espíritu.
Notas: [1] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-IIae, q. 47, art. 5. El tema de la ira en sí misma es tratada por el Aquinate en la Cuestión 46. [2] Juan Pablo II, Discurso durante la visita al Raj Ghat, Delhi (India), Sábado 1ro. de febrero de 1986. [3] Pandit Jawaharlal Nehru, Homage to Mahatma Gandhi, New Delhi 1948, pp. 9-10. [4] Cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica a los Jóvenes, Internationali vertente Anno Iuventuti dicato, adn. 41, die 31 mar. 1985, en: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VIII, 1 [1985] 771. [5] Cf. Juan Pablo II, Discurso durante la visita al Raj Ghat, Delhi (India), 1° febbraio 1986 [6] Cf Juan Pablo II, Nuntius ob diem ad pacem fovendam dicatum, 1984, 3, die 8 dec. 1983, en: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, IV, 2 [1983] 1282. [7] Mahatma Gandhi, Young India, 23 oct. 1924. [8] Mahatma Gandhi, en Selections from Gandhi, ed. Nirmal Kumar Bose, Navajivan Publishing House, Ahmadabad 1948, p. 184. [9] En el NT, este vocablo, prais, significa dulzura, mansedumbre; 1 Ped 3,4; 1 Cor 4, 21; Gal. 5, 23; Col 3, 12; Ef 4, 2; Gal 6, 1; 1 Pe 3,8. La tradición rabínica como también la tradición cristiana nos da a entender el sentido que Mateo da a la bienaventuranza de los mansos; se trata de gente que no se irritan, cuando son contrariados; que no se encolerizan, cuando se les hace la vida difícil; que no son inclinados a perder el equilibrio en una situación conflictiva. Los dulces irradian un calor atrayente y, a veces, obtienen de los hombres cosas que éstos no harían jamás por otro. Un hombre manso de corazón es siempre dueño de sí, no intenta dominar, ni imponerse, y está siempre pronto a inclinarse y humillarse ante lo demás. La humildad y la dulzura son componentes indisociables, y sólo el contexto puede invitar a poner el acento sobre uno u otro aspecto. [10] San Pablo, en varios textos, presenta claramente la relación entre mansedumbre y humildad: Col 3, 12 - 14; 2 Cor. 10, 1; Ti 3, 2. Santiago, también, nos ayuda a entender el concepto: Stgo 1, 19 - 21; 3, 13 - 17. [11] CONSEJO MUNDIAL DE IGLESIAS, Consideraciones ecuménicas sobre el diálogo y las relaciones con creyentes de otras religiones, Ginebra, 2003, Nº 29, p. 12. [12] Pablo VI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1 de enero de 1978.
Mons. Oscar D. Sarlinga, obispo de Zárate-Campana |
lunes, 2 de abril de 2007
Conferencia en el XXII Congreso de Argentino de Psiquiatría
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