Y para la Jornada Mundial de la Paz 2007.
Carta pastoral de monseñor Oscar D. Sarlinga, obispo de Zárate-Campana, para la Navidad 2006.
A los sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles laicos de la diócesis de Zárate-Campana (Zárate, Campana, Pilar, Escobar, Exaltación de la Cruz, Baradero y San Antonio de Areco) y a todas las personas de buena voluntad,
I. EL TIEMPO TRANSCURRE, EL SEÑOR PERMANECE
El tiempo transcurre velozmente. A quienes ya estamos más cerca del medio siglo de vida que de la primera juventud se nos hace cercano el recuerdo de cuando esperábamos el año 2000. En efecto, cuando éramos niños se nos solía decir: «¡esto va a suceder en el año 2000!», significando así una fecha muy lejana, a la que veíamos cuasi-mítica. Y el tiempo transcurrió. Llegado ese año, la Iglesia lo celebró con grandes frutos de fe y de gracia en el Jubileo, que constituyó un acontecimiento fundamental para el cristianismo. Personalmente tengo grandes recuerdos de esas efusiones de Gracia y bendición de los Años Santos de 1975 (convocado por el Papa Pablo VI), el de 1983 (el primero que convocó Juan Pablo II) y el citado Año Jubilar que nos introdujo en el tercer Milenio de la Era cristiana. El tiempo pasa, el Señor y su Gracia, junto con todo lo bueno que nos ha concedido vivir, permanecen.
Y bien, nos encontramos ya en los umbrales del 2007. Luego de un 2006 lleno de acontecimientos, casi de improviso entramos en el hermoso tiempo litúrgico de la Navidad, pues así es nuestra vida, tempus fugax est (que podría parafrasearse: «el calendario vuela») para quienes estamos ocupados en el trabajo de cada día, y dedicados a una misión. Pero nos equivocaríamos si pensáramos que Navidad (como cualquiera otra festividad) se trata sólo de una fecha especial del calendario. Antes bien, es una reactualización del Misterio de Cristo que vive en la Iglesia, en este tiempo, cual Nacimiento del Hijo de Dios que vino al mundo. En este sentido lo señala el Papa Pío XII en su encíclica Mediator Dei: "El año litúrgico no es una representación fría de cosas que pertenecen al pasado, ni un simple recuerdo de una edad pasada, sino más bien es Cristo mismo que persevera en la Iglesia y que prosigue aquel camino de inmensa misericordia que inició en esta vida mortal, cuando pasaba haciendo el bien, con el fin de que las almas de los hombres se pongan en contacto con sus misterio y vivan por ellos." (1). Esta es una gran verdad que los cristianos deberíamos vivir plenamente cuando participamos en la liturgia, es «verdad», es «vida» y no representación marcada por fechas, o espectáculo religioso o histórico-devocional.
En efecto, durante el Adviento que, como diócesis, hemos vivido en y desde la fe, y que, como creyentes, nos hemos dispuesto en el espíritu para recibir a Jesús «renaciente» en nuestros corazones, hemos reafirmado también nuestra creencia y convicción en ese Jesús Liberador que ya vino, niño Él, nacido de una Virgen, para salvarnos, y que vendrá en Gloria al fin de los tiempos. Por ello el Adviento es tiempo especialísimo de esperanza cristiana, tiempo de invitación a esperar la venida del Señor como acontecimiento de salvación, por el cual la creación y la redención llegarán a su plenitud. Vivir la esperanza es esencial; vivirla en la vida eclesial y también en la vida civil. La esperanza nos aleja del estancamiento y de la frustración (grandes enemigos del alma, del psiquismo y del obrar) y nos coloca a tono con un futuro no depresivo sino constructivo, de gracia y de misericordia, acorde con lo visto por el Profeta: ¡Levántate, brilla, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! Mira: las tinieblas cubren la tierra, la oscuridad los pueblos; pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti; y acudirán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora (Is. 60,1-2). Parece que el profeta se dirigiera a nosotros en esta preparación de la Navidad. En medio de las tinieblas del mundo (y también de muchas luces), de la confusión de valores e ideales de nuestra época, tenemos una esperanza, que ha sido, es y será Jesucristo, como también lo anuncia Isaías: “Ya no tendrás necesidad del sol para que alumbre tu día, ni de la luna para la noche. Porque Yahvé será tu luz eterna, y tu Dios tu esplendor” (Is. 60,19-20).
Lo cierto es que casi parece ayer cuando comenzamos el año que ya se extingue, llenos de camino por recorrer, de programas, de trabajos, de esperanzas y de buenos deseos. Si bien siempre es tiempo de evaluar, las cercanías de fin de año devienen tiempo más que propicio de evaluación de lo que hemos realizado en este tiempo (o, mejor, lo que el Señor nos ha permitido de realizar), elevando nuestro corazón agradecido al Dios de las Misericordias que nos ha acompañado, guiado y fortalecido. En particular, para quien hoy es vuestro Pastor en Cristo, el 18 de febrero de este año 2006 fue el momento en que, siguiendo el pedido del Santo Padre, comenzó la misión en esta querida diócesis como Obispo. Doy gracias al Señor por todos los bienes recibidos de su Amor, y pido su Gracia sobreabundante, porque sólo esa Gracia nos basta y todo lo podemos en Cristo fortalecedor y en el Espíritu que construye la Iglesia.
Puesto que «es propio de bien nacido el ser agradecido», agradezco de corazón a todos por las visitas pastorales a las parroquias, capillas, colegios e instituciones, por las Jornadas de Estudio y Pastoral del Clero (en las que revisamos muchos aspectos de nuestra pastoral ordinaria), por el apoyo prestado por los organismos colegiados (consejo presbiteral, colegio de consultores, consejo de órdenes, consejo pastoral y consejo de asuntos económicos), por Caritas como «caridad institucionalizada de la Iglesia», por los colaboradores y colaboradoras en el sostenimiento de comedores, de la Escuela de Islas, y de otras obras de caridad social, así como de la construcción de iglesias y salones pastorales en zonas más pobres y que esperan de nuestra comunión de bienes. Agradezco al laicado evangelizador, a la oración y la ayuda espiritual de los fieles, religiosos y religiosas… gracias. Es la ocasión también de expresar un sentido reconocimiento a cuantos me ayudaron a llevar «el yugo llevadero y la carga liviana» de Jesucristo. En Navidad, los exhorto a orar sin descanso por las vocaciones sacerdotales, religiosas, misioneras y por la Iglesia.
II. EL PADRE BUENO ENVIÓ A SU HIJO, EL SEÑOR DE LA HISTORIA
Porque la Navidad, queridos hermanos y hermanas, es ante todo una celebración del corazón del hombre que se siente amado por Dios. Para que no estuviéramos huérfanos el Padre Bueno envió a su Hijo, y este Hijo de Dios, “(…) quien a pesar de su condición divina no hizo alarde de ser igual a Dios, sino que se vació de sí y tomó condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres” (Fl 2,6-7), está en medio de nosotros, es el Emmanu-el, el «Dios-con-nosotros» que jamás nos abandonará. En Jesús, el Hijo de Dios viviente, somos todos llamados a una vida auténtica. Fuera el egoísmo, la mentira (tan letal…), la envidia, la tristeza, el abandono, la «depresión espiritual», la atrofia o el estancamiento en el orden de la evangelización... Y adentro, que venga a nosotros un cambio de mentalidad, a una nueva forma de mirar la vida, porque desde el pesebre Jesús nos enseña las virtudes necesarias para obtener la paz en los corazones y entre los hombres y mujeres que conforman las sociedades humanas. El pesebre, como la cruz, son las «cátedras de enseñanza» desde las cuales Jesús nos indica el camino para vivir como buenos hijos de Dios, trayéndonos la paz (Cf. Luc. 2,14).
Queridos hijos e hijas, hay un solo SEÑOR DE LA HISTORIA, Jesucristo. Sólo en Él, el plan de Dios sobre la humanidad será una realidad concreta de paz, justicia, reconciliación y solidaridad. Quisiera subrayar que no existe ninguna noticia más sorprendente que la que contiene el Evangelio: Dios mismo —en Jesús— salió personalmente a nuestro encuentro, se hizo uno de nosotros, fue crucificado, resucitó y nos llama a todos a participar en su misma vida para siempre. Como vuestro Obispo, en la concepción de Iglesia evangelizadora y misionera –como queremos ser en tanto diócesis- los exhorto a llevar esta «buena noticia» también a cuantos en este tiempo litúrgico no participarán de las celebraciones; llévenla a todos los muchachos y muchachas, a las familias, a las personas solas, a los ancianos y a los enfermos. No olvidemos tampoco a «la oveja perdida». Ofrezcamos a todos la «buena noticia» del Evangelio, para que puedan decir, como el apóstol Andrés: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1, 41).
III. LA SANTÍSIMA VIRGEN NOS AYUDA A CONSTRUIR LA PAZ
La ESTRELLA QUE NOS GUÍA en nuestro caminar, la ESTRELLA DE LA EVANGELIZACIÓN, brilla sobre nosotros. Es la SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA, en cuyas manos ponemos nuestra vida cristiana y nuestra pastoral. El «sí» de la Virgen renueva constantemente nuestro «sí» a los proyectos de Dios. Así nos lo dijo el Papa Benedicto XVI en su hermosa meditación el día de la Inmaculada: “«Llena de gracia» eres tú, Maria, quien al acoger con tu «sí» los proyectos del Creador, nos abriste el camino de la salvación. Enséñanos a pronunciar también nuestro «sí» a la voluntad del Señor. Un «sí» que se une a tu «sí» sin reservas y sin sombras, del que ha querido tener necesidad el Padre para generar al Hombre nuevo, Cristo, único salvador del mundo y de la historia”. ”¡«Llena de gracia» eres tú, María! Tu nombre es para todas las generaciones prenda de esperanza segura. Sí, porque como escribe el sumo poeta Dante, para nosotros, los mortales, Tú «eres de la esperanza fuente viva» («Paraíso», XXXIII, 12). Volvemos a recurrir a esta fuente, al manantial de tu Corazón inmaculado, como peregrinos confiados para sacar fe y consuelo, alegría y amor, seguridad y paz” (2).
Es un maravilloso proyecto, que nos dará sentido y fuerzas para ser constructores de Paz. El 1ro. de enero del naciente año 2007 celebramos la JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ, (instituida por el Papa Pablo VI en la festividad de la Virgen Madre de Dios). Es ocasión de asumir la construcción diaria de la paz como una tarea, más aún, como una misión. Ése es el mensaje que nos dejó Benedicto XVI para nuestra meditación, recogiendo la idea de la «lógica moral» que había expresado Juan Pablo II: “También la paz es al mismo tiempo un don y una tarea. Si bien es verdad que la paz entre los individuos y los pueblos, la capacidad de vivir unos con otros, estableciendo relaciones de justicia y solidaridad, supone un compromiso permanente, también es verdad, y lo es más aún, que la paz es un don de Dios (…) Hay una lógica moral que ilumina la existencia humana y hace posible el diálogo entre los hombres y entre los pueblos » (3).
La «lógica moral» para nosotros es vivir según la Ley moral inscripta en nuestros corazones y según el Amor de Cristo, que nos apremia. Ojalá que el espíritu de Navidad nos impregne y que el Espíritu Santo constructor nos fortalezca, para que nuestra vida sea más feliz en el Señor y podamos ser causa de bendición para quienes nos rodean: familia, comunidad, vecindario, trabajo, colegio, parroquia, en fin, todos, con el centro de fuerza de la evangelización: «miren cómo se aman».
Con mi bendición y mejores augurios de feliz y santa Navidad,
Notas:
[1] Pío XII, Enc. Mediator Dei, n. 163.
[2] Benedicto XVI, Meditación pronunciada en la solemnidad de la Inmaculada Concepción, durante el homenaje que rindió a la Virgen ante su estatua de la Plaza de España, en el centro de Roma, 8 de diciembre de 2007.
[3] Juan Pablo II, Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas, del 5 de octubre de 1995, citado por Benedicto XVI en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz (“La Persona humana, corazón de la paz”), del 1ro. de enero de 2007, n. 3.
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