debemos ponerle dos alas, el ayuno y la caridad social»
Queridos sacerdotes, religiosos, religiosas, diáconos permanentes, seminaristas
Queridos laicos y laicas empeñados en el apostolado y la pastoral
Hermanos y hermanas en el Señor,
Conociendo ustedes ya más al Pastor diocesano, luego de un año al servicio de esta diócesis (el 18 de febrero), se sorprenderán, quizá, de la extensión de ésta. En la última carta pastoral que les he dirigido, la de Navidad 2006 y Año Nuevo 2007, hacía una referencia a la fugacidad del tiempo y la importancia de vivirlo en plenitud, en Cristo y con su Gracia. Pues bien, ya ingresamos en la Cuaresma de este nuevo Año que el Señor nos otorga. Y, puesto que en distintas ocasiones hemos hablado del valor del tiempo, esta vez voy a tomar algo más del tiempo de ustedes, siendo menos conciso y proponiéndoles para su lectura algunas líneas más. Los curas párrocos y los sacerdotes ya saben que siempre les pido que en las misas lean algún párrafo que especialmente les haya tocado el corazón, y luego expliquen el conjunto; ¡de tal modo no los someteré a escuchar la lectura de esta carta entera en sustitución de la homilía del primer domingo de Cuaresma!. Aunque también se puede ofrecer una pequeña penitencia… el leer ésta no sería la mayor.
Es el «Miércoles de Ceniza», el cual, a través de la imposición de la misma posee un significado litúrgico claro, con «lección dramatizada en rito de plástica eficacia» (como la llamara una vez Pablo VI en uno de sus mensajes cuaresmales).
La preparación espiritual de la Cuaresma debe hacernos mirar en nuestro interior, para conocernos mejor a nosotros mismos y comprender lo más posible los misterios de Cristo y de la religión cristiana, que no es otra cosa sino aplicar el Evangelio a nuestras almas. Porque, hermanos y hermanas, el rito litúrgico de la «Ceniza» nos llama a prestar atención a un dato existencial: nada hay de definitivo en esta tierra; el tiempo corre de modo inexorable, se nos va de las manos como una veloz correntada. Querríamos agarrarlo, asirlo, a veces detenerlo, pero se nos escapa. Ante todo lo que «fluye», lo que «pasa», lo que «empieza» y lo que «termina» (¡y tan rápido!) no podemos dejar de preguntamos por el sentido fundamental de nuestra vida.
Este «horizonte de sentido» del que estamos hablando es plenamente humano y a la vez religioso. Ahora, otra cosa es que la persona concreta reconozca o no en su vida la realidad religiosa, crea en ella o no, crea que existe un sentido último de todo, una finalidad que dé sentido a todo o no; eso es otra cuestión. Pero no es forzado el decir –en el sentido explicado- que el ser humano es naturalmente religioso. Esta dimensión religiosa de la persona no es exclusiva del cristianismo, claro. Es también común a otras religiones, como lo afirma el Concilio Vaticano II: “Los hombres esperan de todas las religiones la respuesta a los misteriosos problemas de la humana condición, que, como siempre, también hoy perturban lo más íntimo de sus corazones: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido y la finalidad de nuestra vida? ¿Qué es el bien y qué es el pecado? ¿Cuál es el origen y cuál la finalidad del dolor? ¿Cuál es el camino para llegar a la verdadera felicidad? ¿Qué es la muerte, el juicio y la retribución después de la muerte? Finalmente, ¿cuál es el misterio último e inefable que rodea nuestra existencia, de dónde venimos y a dónde nos dirigimos?” .
Es que, como ya lo hemos claramente intuido, la búsqueda de sentido «pleno» del mundo y del hombre nos remite a la cuestión sobre Dios (en quien algunos no creen, -y, por supuesto, respetamos a toda persona- pero nos preguntamos si, cuando no se cree en Dios, no se busca acaso algún otro sucedáneo). Todo llega, todo pasa. La «Ceniza» que expresa la realidad de lo que ha sido y ya no es, de lo que floreció y hoy está marchito, de lo que brilló y hoy está opaco, de lo que reverdeció y hoy está seco, nos muestra a la vez lo maravilloso y lo pasajero de la vida humana, ese misterio inefable que rodea la existencia, ¿de dónde venimos?; ¿a dónde vamos?.
II. UN SER HUMANO NUEVO, UNA MIRADA NUEVA
Atareados, ocupados como estamos en un estilo de vida que nos depara tantas exigencias, tanta gente ni siquiera se plantea todo lo anteriormente dicho (a no pocos les sonará a resabios de filosofía de una página cultural de algún gran matutino). Ocurre que para ver las cosas esenciales se requiere de una «mirada nueva» (no olvidemos esa gran lección del «Principito» de Saint-Exupéry: “Lo esencial es invisible a los ojos”). La mirada preocupada y ajetreada del trajinar que tantas veces llevamos, quizá no será lúcida para ver con profundidad.
¿Cómo renovar nuestra mirada?. Una mirada nueva requiere de un «ser nuevo, renovado en el espíritu» para mirar con ojos de la fe a Jesucristo y a su Iglesia, y a la humanidad. La Escritura nos habla muchas veces del «mirar»; entre otras: “Mirarán al que traspasaron” (Jn 19,37). Precisamente éste es el lema o tema bíblico del Mensaje de esta Cuaresma 2007 que nos propone el Papa Benedicto XVI . Mirar a Jesús, contemplar su Rostro; más que hablar y hablar…, abrirnos a la escucha de su Palabra. Intentemos, a la vez, purificar nuestra mirada para ver lo espiritual, y tratemos de hacer un vacío interior para escuchar. Entonces, la justicia, la paz y la alegría, que son dones del Espíritu, vendrán a nosotros, se establecerán en nuestro interior y anidarán allí.
¿Qué se opone a esta «mirada nueva»?. “El pecado”, me dirán aquellos más versados en la catequesis, y es cierto. Pero el pecado no es algo abstracto. Es, primero, una actitud interior, muy concreta –que luego «emerge»: su primera expresión es la soberbia, una de cuyas manifestaciones es la «autosuficiencia», es decir, el creernos suficientes por y desde nosotros mismos, «no necesitados», sin necesitar de nadie más . Si echamos allí una mirada, podremos inferir, a la vez, que de la soberbia y la autosuficiencia provienen el egoísmo, la obstinación, la jactancia, el ansia de predominio sobre los demás (para lo cual son ideales instrumento la difamación y la calumnia de quien nos molesta), la indiferente ceguera ante las necesidades de los otros, la perpetua imposición del propio criterio, la sinrazón, el atropello (no olvidemos que donde no hay justicia tampoco puede hacer pie la caridad), sin olvidar la hipocresía, tan fustigada por Jesús en los Fariseos... (y que para nada es «objeto de museo», pues se manifiesta muy actual). Desde la soberbia, como una hija predilecta, procede la envidia –que engendra contrariedad y hasta odio (además de generar, desgraciadamente para quien la padece, la mar de frustración y dolor; es un pecado que no causa ningún disfrute). Por último, de la autosuficiencia procede también la cerrazón a perdonar (y a pedir perdón…), la codicia y tantos otros males (entre los cuales, ya que está, no es el menor la maledicencia, que puede obrar verdaderos estragos en las relaciones de las personas y en las comunidades). En un ámbito así, en un espíritu no sanado, no podría florecer la justicia y la caridad, y menos la paz.
Todas las mencionadas (y muchas otras que existen) son otras tantas actitudes de la interioridad humana, las cuales, si nos fijamos, están en las bases de la división de las comunidades, de la desunión de las familias, de las peleas que nos hacen sufrir y de lo angustiados que muchas veces podemos llegar a vivir. ¿Creemos que no estamos necesitados para nada de sanación interior?. Es bueno que veamos que, en una medida u otra, necesitamos, junto con una «mirada nueva», un «corazón» nuevo (en el sentido bíblico de «interioridad»); necesitamos de paz, de vivir en un medio más acorde con esa dignidad de la que Dios nos dotó. Porque no se puede salir adelante en medio de las peleas y las insidias.
No estamos hechos por Dios para que nuestra felicidad interior se frustre. Por divina gracia, estamos hechos para ser libres, creativos, engendradores de comunión y felicidad (que son todos aspectos de la «soberanía» que Dios puso en el ser humano), pero no para ser absolutamente «autosuficientes». Por eso, perfectamente en sintonía con la realidad de la vida, el lenguaje de la Liturgia nos expresa una afectuosa monición: «Recuerda que eres polvo y al polvo volverás», y también, «Conviértete y cree en el Evangelio». Estas palabras, además de su significado religioso expreso, nos proponen también, con dramática urgencia, la «cuestión del sentido de la vida» . Es una propuesta para meditar.
A este tema (la necesidad de conversión), ustedes lo saben, la fe cristiana brinda una respuesta que no elude compromisos. Es la respuesta que se articula ante todo en una explicación y luego en una promesa. La explicación nos es dada en la síntesis del Apóstol San Pablo, con sus célebres palabras: «Como a causa de un solo hombre entró el pecado en el mundo, y con él la muerte, así también la muerte alcanzó a todos los hombres, porque todos han pecado» (Rm. 5, 12). Es el tema del pecado y de la necesidad de Salvación. La promesa cumplida es la del Salvador enviado, Jesucristo, cuyo Cuerpo y Pueblo es la Iglesia.
No se nos oculta que esta último es un pensamiento difícil de recepcionar para nuestra mentalidad de hoy día; diríamos más bien que se podría tender a rechazarlo (y no pensemos que esto ocurrirá sólo con personas autoproclamadas ateas o agnósticas, o sólo con gente «alejada de la Iglesia»; debiéramos cuidarnos de hacer esa simplificación…). La negación de Dios o la pérdida del sentido de su presencia han inducido a muchos contemporáneos, por lógica consecuencia, a negar la realidad del pecado en sí o bien a dar de él vagas nociones sociológicas, psicológicas, existencialistas, evolucionistas… Todas esas respuestas tienen algo en común: el vaciar al pecado de su entidad, de su seriedad. Pero no es así como se presenta el pecado en la Revelación bíblica (a no ser que hiciéramos una interpretación más que volátil de la Sagrada Escritura). Una cosa (negativa) es estar obsesionado con el tema del pecado (toda obsesividad depende más bien de una disfunción psicológica), y otra, la contraria, es negar su existencia y sus serios efectos.
Ocurre que en el pecado, el ser humano infringe «el debido orden con relación a su fin último, y con relación a sí mismo, a los otros seres humanos, y a las cosas creadas» , porque, en el fondo, aquél consiste en la falencia de raíz, en la manifestación de una rebelión (que admite, por supuesto, diversos grados y matices) para con Dios mismo y su Ley de Amor. En este sentido, en la gravedad del pecado hay siempre, en un sentido u otro, un acto de «extinguir el Espíritu» (Cf I Tes. 5, 19). Lo que nos hace volver a Dios y a su Amor es la conversión. Con ella, una «creatura nueva» quiere nacer, una creatura que clama: Señor, házme nacer de nuevo, déjame nacer de nuevo... Ése renacimiento es obra del Espíritu Santo.
III. ALAS HACIA EL CIELO: EL AYUNO Y LA CARIDAD SOCIAL
Esto sí, la casa se edifica cuando el Señor la edifica. No va a ser nuestro esfuerzo, por sí solo, el que nos hará cambiar. Será la fuerza de la Cruz de Cristo, junto con nuestra colaboración a la Gracia: “En el misterio de la Cruz se revela enteramente el poder irrefrenable de la misericordia del Padre celeste” . Asumir la Cruz con alegría nos hace vivir la Cuaresma “(…) como un tiempo ‘eucarístico’, en el que, aceptando el Amor de Jesús, aprendamos a difundirlo a nuestro alrededor con cada gesto y palabra”. Frente a esta realidad, el anuncio gozoso que todos nosotros hemos de salir a exclamar es: «en Cristo Jesús podemos vencer a la muerte». La Iglesia no se cansa de repetirlo, particularmente al inicio de este «tiempo fuerte» del Año Litúrgico, la Cuaresma, durante la cual el pueblo cristiano está llamado a prepararse a la celebración de las festividades de la Pascua. Ojalá también que esta voz encuentre un eco en las conciencias de los fieles, y los mueva a un renovado fervor de vida cristiana en este tiempo de gracia, para nueva primavera que anhelamos.
Pongámonos en camino. Buscaremos ayuda en la oración, una oración convalidada por una mayor disponibilidad al sacrificio y también a la renuncia generosa a alguna cosa nuestra (no necesariamente sólo material), para tener como socorrer a quien más lo necesita . Es el consejo antiguo de ese gran maestro de la vida espiritual que fue el Obispo San Agustín: «Quieres que tu oración vuele hacia Dios?», pregunta él. «Pónle dos alas: el ayuno y la limosna» . El ayuno como privación, como sacrificio espiritual (y entendamos que pocas cosas están más desvirtuadas y desapreciadas en el día de hoy, a causa del vitalismo reinante, pues muchas personas han perdido el sentido del sacrificio). A la «limosna» nos referimos, en el sentido que posee en el Evangelio, no la limosna de lo que nos sobra, de la miseria de la que nos desprendemos (no pocas veces para tranquilizar la conciencia) frente a la abundancia de la que se goza (o de la que no se goza, como es el caso de los avaros), sino la limosna evangélica del compartir, del querer que otros sean promovidos en su vida, que salgan adelante, que tengan también un destino digno como el que nosotros queremos tener.
Este sentido espiritual es el que nos lleva a querer vivir la caridad en la vida humana personal y comunitaria, en el ámbito de la familia, de la comunidad eclesial y civil, del trabajo, de la instrucción pública, de la organización social, de la ecología (ya sabemos, respecto de ésta última, los desastres que se pueden ocasionar). Eso es caridad social, y tiene que ver, sí, con la asistencia (cuando es necesaria y urgente, y que no ha de ser confundida con el asistencialismo). Tiene que ver también, y sobre todo, con la promoción humana integral, con el desarrollo integral. A veces incluso ocurre que en el seno de una familia, unos viven en abundancia (aunque sea relativa) y otros pasan necesidad. Esto, dolorosamente, no es ajeno a las distintas comunidades cristianas, incluso no lejos de nosotros, miremos también en nuestra diócesis (que es muy vasta, y posee una realidad sociológica muy heterogénea). Por supuesto que no se trata de «nivelar hacia abajo», creo que se trata de tener pasión por la promoción humana, la alimentación, la vivienda, el crecimiento, la educación (dentro de la cual, ¿habremos de olvidar la «educación en la fe», la catequesis?. Claro que no, es fundamental). Estas obras de caridad social, ¿pueden ser hechas de cualquier manera?. El sentido común, la ley civil y la doctrina social de la Iglesia nos piden que estén «bien hechas», conforme a la ley, con una administración clara, con una finalidad a la vez eclesial y social, sabiendo que evangelización y promoción humana no son separadas, pues van juntas (hay que volver a leer la Evangelii nuntiandi, de Pablo VI, tan clarificadora ¡ya en 1975!). Esto sin excluir a nadie, por supuesto, aunque no comparta nuestra fe, pero a la vez dando testimonio de nuestra fe.
Nos ayudarán principalmente en este propósito los principios de participación y de subsidiariedad, de la mencionada «Doctrina social de la Iglesia» (llamada ésta por el Papa Juan Pablo II «instrumento privilegiado de evangelización»), a la cual las comunidades católicas (y es obligación moral de cada cristiano) están llamadas a conocer y aplicar. Y nos ayudará también, el reaprender a escuchar la verdad, informarnos adecuadamente sobre la verdad, y decir la verdad.
Como vuestro Obispo, no puedo dejar, en este punto, de agradecer profundamente a todos los que ponen pasión –tomando a veces hasta el tiempo de su legítimo descanso- para ayudar (laicos, religiosos, religiosas, sacerdotes, jóvenes y niños, incluso), y volver a pedirles que «nos ayuden a ayudar», con la oración primero, y donando, sí, y también colaborando para que las obras estén bien, sean confiables, y enteramente al servicio de la comunidad. La Caritas diocesana, las diversas Caritas parroquiales, Colegios, diversas obras en bien de la niñez, comedores, talleres de enseñanza de oficios, Escuelas de Artes y Oficios, hogares de ancianos, fundaciones y asociaciones de fieles, medios de comunicación eclesiales… Son todas obras a promover, y a hacer cada día mejores en el cumplimiento de su finalidad y en su funcionamiento. Los «consejos de asuntos económicos» de las parroquias y de las instituciones oficiales de caridad social tienen un papel para nada menor en esta labor orientadora. La misma diócesis cuenta desde inicios de 2006 con el obligatorio «Consejo diocesano de asuntos económicos» (formado en su mayor parte por laicos) que tiene a su cargo el soporte material de la obra evangelizadora y promotora de la Iglesia diocesana, así como una misión de sostenimiento y contralor, conforme al Derecho canónico.
Volviendo al tema esencial, queridos hermanos e hijos, todos nos tenemos que recordar a nosotros mismos (también quien suscribe) que las meras declaraciones de principios no son suficientes en la Cuaresma. De ahí que sea necesario y saludable que nos acordemos de que somos los «administradores» de los dones de Dios y de que «la penitencia del tiempo de Cuaresma no debe ser solamente interior y personal, sino también exterior y social», como dice el Concilio Vaticano II . Donde hay donación de sí mismo hasta el sacrificio, donde hay caridad social hecha en la comunión orgánica de la Iglesia , Dios mismo «le pone alas» a nuestra oración –como dice san Agustín- para que asuma dimensiones insospechadas por nosotros, para que se abra a horizontes infinitos. Sería estupendo que pudiéramos «coronar» estos buenos propósitos, también con una buena confesión sacramental (¡que quizá hace tanto que no celebremos!), durante este tiempo penitencial.
Los invito a incluir esta Cuaresma en el «horizonte de sentido» por excelencia de nuestra vida: la Causa a la cual dedicarnos: Jesucristo y su Amor, la Iglesia, la humanidad. Con la ayuda maternal de la «Gran Señal» (Cf. Ap. 12) que Dios nos dio, la Virgen Madre de la Iglesia, a la cual amamos porque es nuestra Madre que nos guía, la Estrella de la Evangelización y Refugio de los cristianos. A Ella le confiamos nuestro sacrificio, nuestro esfuerzo, alguna mortificación que Dios permitió que sufriéramos, y también nuestros buenos deseos de servir mejor a la Iglesia y a la comunidad social.
Los bendice y pide su oración
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